A propósito de Miguel Rep en la UNSAM por José Emilio Burucúa


Aunque parezca trasnochado, el reconocimiento de la caricatura y de la historieta como musas en el castillo de las artes es todavía un combate por librar. En verdad, la discusión tiene su miga pues podemos rastraerla hasta la Poética de Aristóteles, un texto que estableció la diferencia de contenidos sociales y dignidades culturales entre la tragedia y la comedia: la primera, forma dramática destinada a representar las acciones elevadas de los hombres tal como deberían ser; la segunda, en cambio, subida a escena para mostrar los hechos bajos, concretos, y las personas como son. La diferencia de los desiderata y de los conflictos trágicos respecto de lo real nos hace llorar. La semejanza de la representación cómica con lo que efectivamente sucede nos induce a reir. Si acaso existía un trasfondo moral en esa distinción ya en tiempos del paganismo, el triunfo de la religión cristiana en el mundo mediterráneo llevó al primer plano la cuestión de lo bueno y lo malo en las conductas o figuras representadas y ahondó el foso entre la elevada seriedad del llanto y el descontrol inferior de la risa. Al parecer, según la teoría célebre y muy atractiva de Mijail Bajtín, lo cómico volvió por sus fueros en la civilización europea del Renacimiento y, de tal suerte, los humanistas más eruditos de aquel tiempo, Boccaccio, Bracciolini, Alberti, Erasmo, Rabelais, Folengo e incluso el filósofo máximo de la época, Giordano Bruno, se dedicaron con fruición a hacer reir a sus lectores. Pero la reacción de los viejos poderes amenazados por el impulso de la burguesía, i.e., las iglesias y los estados monárquicos de base nobiliaria, hizo, entre otros desaguisados, que la cultura europea volviese a ensalzar, a partir del siglo XVII, la seriedad de los temas, argumentos y tramas en sus representaciones, al mismo tiempo que confinaba lo cómico a los bajos fondos de la picaresca y del grotesco. Resultaría paradójico que, apenas consumado su triunfo social y político a comienzos del siglo XIX, la propia burguesía, antaño tan entusiasta del arte de la risa en el Decamerón, las sátiras de la locura erasmiana, la historia de los gigantes Gargantúa y Pantagruel, la poesía macarrónica y la burla de las religiones, reinstaurase rápidamente el reino de la seriedad cuya expresión máxima sería la cultura llamada “victoriana”.

En el caso de la pintura, la tensión tragedia-comedia, grave-risible resultó más intensa que en las letras, al punto de que sigue siendo un problema importante de la estética de la visualidad el determinar en qué consiste la pintura cómica. Recuerdo que Carlo Ginzburg me dijo una vez sobre el asunto: "Sólo sé que Bartolomeo Passerotti ha sido un pintor cómico. Deberías estudiar su obra para encontrar alguna respuesta a tu perplejidad." Cosa que hice, en efecto, y con gran beneficio pues encontré en los cuadros del artista boloñés, junto a los cabezas grotescas de Leonardo, una de las fuentes del disegno caricato, del "dibujo cargado" o caricatura, que luego exploraron sistemáticamente los Carracci en el giro del siglo XVI al XVII. Pero, a decir verdad, las pinturas para reir permanecieron como muestras raras y excepcionales del arte, siempre impregnadas de una ambigüedad que, al desgarrarse, dejaba asomar muy pronto el núcleo de dolor que ellas escondían. Sin embargo, la caricatura se volcó, en el mismo siglo XVII, al arte del grabado. Sobre todo las series satíricas, estampadas a propósito de la Guerra de los Treinta Años, las representaciones de proverbios y las burlas de los cánones o proporciones renacentistas en los retratos monstruosos de los dioses, los héroes o los poetas antiguos, transformaron el grabado a partir de entonces y hasta bien entrado el siglo XIX en el territorio privilegiado de la comicidad visual. De Bruegel y Ambrosio Brambilla a Grandville, xilografías, tailles-douces, aguafuertes y litografías desplegaron el espectáculo de la humanidad ridícula, de los hombres tal cual son, según habría insistido Aristóteles.

A finales del siglo XIX, los métodos modernos de la impresión periodística y de la reproductibilidad en serie desencadenaron una revolución en el universo de las imágenes. La ya vieja caricatura se expandió como nunca antes y nuevos alumbramientos tuvieron lugar en las páginas de los diarios. El cartoon, la historieta, el fumetto, la bande dessinée fueron los nombres dados al género recién nacido en Europa y en ambas Américas, palabras que aluden al mismo objeto icónico pero que subrayan cada cual rasgos diferentes: el texto, el flatus vocis que sale como humo de las bocas de los personajes, el desarrollo y la expansión temporal del dibujo, el rescate de la épica en una veste tecnológica y futurista. No parece un hecho menor el que, igual que había sucedido con Homero, padre de la tragedia cuando cantó la Ilíada, padre de la comedia cuando narró las peripecias mentirosas y absurdas de Ulises en la Odisea, igual que ese poeta de los orígenes de la literatura, la historieta reúne en un mismo haz de recursos plásticos, en los mismos encuadres formales y atmósferas expresivas, los relatos desopilantes y la vida imaginaria, trágica y enfática de héroes nunca antes conocidos.

No hay dudas de que la obra de Miguel Rep se coloca, con un vuelo y un refinamiento inéditos, en el horizonte de las representaciones cómicas. Cabría preguntarse a cuál de las vertientes de la risa parece plegarse más su arte de la caricatura. Me explico. Los trabajos de Sigmund Freud y de Peter Berger han definido tres formas básicas de lo risueño: 1) la de las sátiras que desnudan las contradicciones, ocultamientos y mentiras de los poderosos cualquiera sea el lugar de la pirámide social donde ellos asientan su fuerza; 2) la del carnaval que invierte, en forma de juego pasajero, las relaciones habituales y serias entre los hombres, con el fin de descomprimir las presiones y aligerar los pesos que los agobian, "como se abren los toneles una vez por año para que no estallen y se disipen los vapores del vino, acumulados en su interior" (así advertía un defensor parisiense del carnaval en 1444); 3) la del humor que, merced a sus operaciones relámpago de síntesis de significados lejanos, suele ahorrarnos el pesar, la fatiga y la desilusión acarreados por el conocimiento veraz de las cosas. En Rep, las tres modalidades están presentes, tal cual sucede en la mayoría de las creaciones cómicas, pero me atrevería a decir que, si hay una prevaleciente, ella es la tercera, la de una risa cognitiva, que revela de golpe las contradicciones y los absurdos en el núcleo más duro y resistente de lo real, pero lo consigue de modo tal que el dolor que podría provocarnos su manifestación se disipa y se transmuta en carcajada.

José Emilio Burucúa

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