El último Mundial antes del 3D

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Por Miguel Rep

El tema principal, lo medular cuando uno se sienta para ver un partido, ya sea en la cancha como frente al LCD es: ¿se puede ver fútbol bien si uno jugó siempre mal?

No estoy muy seguro de que este razonamiento sea comparable a ¿acaso no se puede apreciar y analizar las veladuras de Velázquez en cualquiera de sus pinturas, y luego pasar a pintar la acuarela para el carajo? No. Una cosa es analizar y disfrutar de algo quieto y otra de algo dinámico, inmodificable. ¿Cuántas veces le erré a una pelota servida, o le pegué con el lado cambiado, para mofa y crispación de los demás, y me van a decir que es lo mismo que no te salga un azul Prusia al lado de un amanecer? Siempre existe la estratagema de taparlo, o no mostrarlo, o cualquier otra trampita onanista.

Así es como, cada cuatro años, llega el momento en que te vas a sentar, día tras día, para ver la mayor cantidad posible de partidos, solo o en grupo, y, salvo que seas muy desubicado, algún juicio tipo “el equipo está mal parado” o “el carrilero de ellos está en un gran día”, esos comentarios no demostrarán tu inhabilidad y hasta quizá sugieran la engañosa suposición de que uno se planta bien en la cancha y, en mi caso, hasta piensen que cuando corro con la pelota levanto la cabeza y todo.

La cuestión es que ese día de gloria ha llegado y se desatan las pequeñas conflagraciones patrias. Volveremos a patear al aire cada vez que un atacante nuestro tenga la oportunidad de pegarle de lleno lejos de los guantes extranjeros, nos dolerán las mismas paralíticas sobre piernas valuadas en millones de euros como si fueran las de un amigo.

El asunto es cuando termina el Mundial y uno vuelve a jugar a la canchita, y no aprendió nada de nada. O peor, el tiempo te demuestra que se puede desaprender alguna cosa que la teoría apresó con esfuerzo pero la praxis ya demuestra no acatarla.

Pero el fútbol es algo tan generoso, y democrático, que hoy veré a Sudáfrica ganar, rodeado de adultos de un país lleno de buenos jugadores aficionados, esos que a los cinco minutos del pitazo inicial dictaminan doctoralmente “pero éstos no juegan a nada” y al rato te das cuenta de que tienen razón, hasta que opinan lo contrario y también tienen razón.

No sólo. El fútbol es tan pero tan generoso que voy a olvidarme por un rato de lo que soy y a sonreír para adentro cuando le griten “¡tronco!” a alguno que la pifió en plena confrontación internacional y a mirar para arriba y susurrar al dios de los pataduras: “Perdónalos, no saben lo que dicen”.

Lo grave va a ser cuando, en el próximo Mundial, el pobre marcador de punta la pifie en 3D.

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