GUS, por Jorge Tannure

Conocí al fenómeno hace muchos años, en alguna galería de arte. El ambiente olía a pinturas y material de construcción. Al centro de la escena y entre ayudantes y curiosos, estaba él. Grandote, despacioso. La fecha de inauguración se acercaba. Parecía que los muñecos nunca verían la luz de los reflectores, pero Gustavo era así. Iban tomando forma, algunos en tamaño natural. El grandote los tallaba sin perder las referencias, sin rellenar partes vacías, como si en sus manos hubiera un molde. El expositor, en cambio, hervía de nervios. Pesoa no perdía la calma. Cualquiera podría pensar que como lo hacía de onda no se apuraba. Pero no, le puso a las esculturas todo de sí. Talento, generosidad, desinterés monetario, sonrisas. Su novia era una rubia macanuda, recuerdo.

Coincidíamos en nuestro gusto por los buenos intérpretes musicales del Brasil. Y por la obra de los locos beatniks. Eran los tiempos del uno a uno y emular a Kerouac y a Cassady era posible. No sé cómo pero un día me dijo que me enseñaría inglés.
Me invitó a su casa y se puso a dictarme, se hacía fácil aprender de esa manera. Me esperaba con cervezas. Gustavo podía enseñarme a hablar alemán, italiano, a comprender latín y cuántas cosas más. Vivía por Parque Centenario, su teléfono sonaba a cada rato, los artistas lo consultaban. En un corcho colgaba una fotito de cuando aprendía a caminar. Eran los principios de los sesentas y Gustavito, parado junto a un Mercury oscuro.

Un día me di el gusto. En un sótano de Buenos Aires se presentaría Baden Powell. Me apuré a comprar dos entradas y lo llamé. Fue una velada inolvidable, cervezas, fila dos y el gran gurú, todo de blanco, solito y con su guitarra en lo alto de una silla. Nos quedaba el viaje por América.

Comenzó a decir que se iba. Podríamos visitarlo en su futuro departamento de Nueva York. Nunca supe en cuantas disciplinas más se destacaba. Tenía pilas de discos buenos.

“Venite, Jorgito. On the Road, Jorgito. Salgamos de N.Y hacia Chicago y desde allí hacia el Pacífico”. Yo soñaba con clubes de jazz, ciudades desiertas, tanques de agua del medio oeste norteamericano, la frontera con México. Incertidumbres varias.
Gustavo se mataba de risa, vivía en una pocilga y tramitaba la green card. Decía que no calificaba ni para vivir en un barrio bautizado “la cocina del infierno”. Un día le fue mejor.

Los aviones se incrustaron en las altas torres de Manhattan, muy cerca de su piecita de la calle Lexington. Me llené de incredulidad cuando esa misma noche marqué su número y el teléfono neoyorquino funcionaba. Su voz era apagada, su casita estaba llena de polvo… el polvo de escombros del poder económico se había colado por las ventanas y por debajo de la puerta de su pequeña guarida. “Jorgito, nos mutilaron la ciudad”. Cuando cortamos, me quedé largo tiempo sin entenderlo. Habíamos compartido mucho tiempo en nuestra ciudad de adoquines.

Pude haberlo ayudado. Pude haber ido a verlo al hospital no sé cuanto. Un raro virus había atacado su corazón y me debatía acerca de viajar o no. Pasó varios días o semanas en esa blanca cama. Su destino estaba marcado, como el de todos.

Hace cinco o seis años pasó por Buenos Aires. Esa tarde de domingo, su imagen y su cariño me sacaron de mi eje. Siempre tuve la certeza de que a los genios no le gustan los niños. Con el tiempo que no sólo a los genios no le gustaban los niños.
El era un genio y de repente, tenía a una nena de meses en su regazo. La chiquita, perceptiva de los buenos influjos, como todos los chicos, se reía y se dejaba mimar. Hace poco tiempo recordé esa escena.
Gustavo se quedaba inmóvil, apoyado en el marco de la puerta cuando desde su corazón llegaba una señal equivoca. “Tenés que hacerte revisar”. Pero como somos inmortales, dejamos pasar el tiempo hasta darnos cuenta de la finitud. Varias veces se sintió mal, asustaba. Lo llevé hasta la casa de su madre con mi coche.
Nos vemos. Vení a visitarme. Bla, bla, bla.

Pesoa arrojo al demonio esa falsa teoría de que los hombres nacemos para una sola misión. El era varios, muchos tipos que podían desplegar tantos talentos. Atomos de capacidad pero también de humanidad. Un chico de casi dos metros con una cabeza enorme. Hago de cuenta que estoy peleado, o que nos distanciamos, o que sigue viviendo en Nueva York, iluminando a otros.

Jorge Tannure

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