SOLOS

por Jorge Tannure Licha y Pedro eran dos hermanos que vivían juntos en esa casa de una planta. Vivían con lo justo, pero a esa edad donde todo está jugado, llevaban las carencias con una sonrisa. Evitemos decir pobreza digna, porque la pobreza no es digna. Todas las noches, uno de los dos levantaba el teléfono y llamaba a la casa de comidas. La conversación era más o menos la misma, cuatro empanadas, a veces cinco, que un ciclista les traía al rato. Dos de carne y dos de verdura, el lujo diario, premio para una trayectoria de empleados cumplidores que terminó en mismo día de la jubilación. El sol casi siempre aparecía en la ventana de Licha. A Pedro en cambio, la penumbra de la parra no lo afectaba. Al fin y al cabo eran dos hermanos que en su vejez seguían tratándose con respeto y cariño como cuando eran jóvenes. Una noche en la que Pedro tomó dos vasitos más de vino le dijo a Licha: “vos y yo nomás, pero te juro que voy a estar con vos hasta el final” Los dos se fueron a dormir, en silencio y se sintieron dignos. La noche siguiente los esperaba con empanadas y vino común. Los chicos de la pizzería, a veces no les cobraban. Fueron dos años de clientes fijos de un lado. Del otro lado de la línea, la parejita de jóvenes juntaba peso a peso para pagar sus cuentas pero de vez en cuando, dejaban de lado los números para hacer alguna excepción. Las nubes amenazaron el barrio de la casa de Licha y Pedro. También amenazaron a la pareja joven y a su negocio. El agua cayó del cielo como desgracia, sin parar, y las calles se transformaron en rabiosos ríos de montaña. Se metió con fuerza en lo de los viejitos y tiró abajo la mesa donde Licha se parapetaba. La anciana desoyó a Pedro y salió por el pasillo a ver qué podía hacer. Le costó llegar a la vereda, esa franja de baldosas de su infancia que ahora ni se veía. Pedro apenas le alcanzó a tomar de una manga pero Licha se fue calle abajo, girando en un remolino de hojas, agua y mugre. Pedro salió detrás de ella, quizás sin esperanzas de salvarla pero con el propósito de cumplir con aquella promesa y también se dejó llevar. A la mañana siguiente, ella apareció en la calle 16 y él, en la 22, callados para siempre. El agua comenzó a bajar. La parejita rearmó como pudo el negocio con la ayuda de hermanos, amigos y vecinos. La máquina se puso a funcionar y en una medianoche de buenas ventas, los dos se miraron como prometiéndose lealtad eterna. La misma de aquellos viejos. Las promesas cumplidas impregnan dignidad, la pobreza no. Esta historia ocurrió de verdad en La Plata, en la noche del 2 de abril de 2013. (Leer sus textos para El Holograma y la Anchoa, en www.jorgetannure.blogspot.com)

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